Mi Isla nunca me quedó chiquita

Bajo una joven noche de lluvia seca y truenos incoloros, me senté con Raymi Fernández, ingeniero de la vida y de todo aquello que se dispone.

Conversaciones con la Diáspora/ Por Rodolfo R. Pou y Raymi Fernandez

Hombre dominicano que aún guarda sus valores en el pecho, en el porvenir y en la sonrisa, ve el pasar de sus días en la diáspora que le escogió el destino, como un circuito continuo de propósitos determinados, de inicios y fines, que nunca alteran sus planes, más de lo que lo definen los gigas de su experiencia.

El amante de Metal de los ‘80 que hoy funge como Director de IT (Información Tecnológica) de la Universidad Carlos Albizu en Doral, Florida, recibe su peculiar nombre, tal como lo recibiera todo primogénito de esa época.

De la monería de acrónimos de los 60 y 70 de la media isla que lo vio nacer. -Raymi. Producto de los nombres de sus padres, Rafael y Milagros.

Sentados en su despacho, abro la libreta y el silencio arropa el espacio. Todo inmigrante quiere contar su historia, hasta que alguien está dispuesto a plasmarla. Porque revisitar esas vivencias, a veces trae consigo, duelo, tristeza, añoranza y resignación. Eso no es algo que todo el mundo quiere ceder.

El sonido de los servidores de memorias de toda una institución, atraviesan la pared, creando un sun-sun que solo escucho yo, pero que para él, parece ser tan normal como el latido del corazón.

Nos vemos interrumpidos por una asistente, ofreciendo café. Aunque tarde para ello, el mismo da inicio a la conversación. Ambos lo aceptamos y compartimos el néctar y arrancamos.

El no tiene la menor idea de cómo vamos a empezar, pero ya siento que quiere inclinar sus respuestas a su conveniencia. Le pido calma y le advierto que será un encuentro de gozo, añoranza, pero sobre todo, emotivo. Opto por comenzar por lo que creo que fue, una feliz infancia. Y le pregunto… “Háblame de tu niñez”.

Brincamos de inmediato a los siete años que vivió bajo el matriarcado de la abuela Rebecca, quien se encargó de la etapa inicial de su crianza, en lo que su mamá afinaba su desarrollo profesional y lograba estabilidad económica. Fueron en esos octubres de Naco, que Raymi pasaría de nieto a sentirse como el menor de los hijos de su abuela. Su gran amor.

Aunque lo perdiera a una joven edad, guarda recuerdos y agradecimiento para una vida entera, de quien fuera de su adorado abuelo, el Dr. José Pérez, reconocido médico del sur profundo.

Desde las visitas a la clínica, las tardes de domingo en el Estadio Quisqueya o el ser convocado a la pierna de su abuelo, para compartirle una tacita de leche coronada con nata, esos recuerdos aun ocupan sus días.

El hombre tierno, respetado y admirado por todos, fue quien además veló por su educación inicial, e incluso, hasta sirviera de figura paternal de esos años. Su Papi, como aun se refiere al hablar de él, es posiblemente el único hombre para quien aún guarda espacio en su corazón.

Los años pasan y su madre logra crear las condiciones para vivir solos y juntos. Ahora sus días son consumido por el San Juan Bautista, centro educativo, al cual aun le guarda gran cariño.

La fuente de sus hermanos de vida. Entrada la adolescencia, dice que la música le llega como juego. La logia sin título que se congregaba como toque de queda donde los Yarull, los cuales vivían apenas cuadras, comenzaron a retozar con una guitarra, imitando cantantes americanos de rock.

La fonomímica afinada para conquistar las compañeras de escuela y sus amiguitas, fue tomando forma hasta convertirse en ‘Zarco’. Con acordes en sitio y notas fuera de tiempo, la experiencia va evolucionando hasta alcanzar las finales de las Olimpiadas de Rock, con el aval del corazón del jurado.

Me cuenta el ingeniero de vida, que esa experiencia nunca ha terminado. Zarco fue un espacio de muchos. Ahí entraban y salían miembros, sin perder esa esencia original. “Rodolfo”, me dice, “la música es la aspiración a la vida perfecta”. Me imagino que eso buscaban esos jóvenes, al querer ser parte del celestial Zarco, en algún momento de sus vidas.

Inquieto y curioso, ahora el nuevo instrumento era una computadora Tandy, producto de las nuevas experiencias de su ingeniera madre en el Instituto Nacional de Recursos Hidráulicos.

Ese lugar también sería su primer lugar de trabajo y donde aprendería a convertir las notas Re en código Fortran y las Mi en RPG. Agradece a ese jefe del INDRHI, las oportunidades que le dio, para practicar programación. Cuando indagó sobre esa escogencia de carrera, una aunque novedosa, no tradicional para los tiempos, me responde que, “tecnología no era lo que yo quería. Yo inicié la universidad pensando que eso conduciría a robótica. Fue a mitad de carrera que acepté que las notas del sonido de los robots no iban a ser parte de mi vida.” 

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